domingo, 29 de marzo de 2015

Mi televisor

Mi televisor funciona mal. Desde que me mudé, hace ya unos cuantos años, le agarran ciertas convulsiones en su software (probablemente como resultado de algún golpe en su hardware durante el traslado). Para prenderla y apagarla tengo que apretar muy fuerte el botón del control remoto, durante varios segundos seguidos. Si se me resbala el dedo, tal vez tenga que usar el botón del televisor, ya que el del control decide que se esforzó suficiente y no funciona aunque lo mantenga eternamente. Pero eso no es nada. Lo verdaderamente divertido pasa cuando logro encenderlo. Cuando pasa mucho tiempo apagada, el duendecillo que opera en su interior (definitivamente desquiciado por la contusión de la mudanza) se enoja y decide castigarme haciendo que en la pantalla aparezcan cosas extrañas. ¡Y lo mejor de todo es que no siempre es lo mismo! Generalmente, es una especie de mensaje de error, lleno de números y letras que no dicen nada, que no puedo sacar a menos que apague y vuelva a prender el aparato (¡bendita panacea para los males informáticos modernos!). Esto, además de borrar el cartel molesto, restablece el volumen al nivel en el que lo dejé la última vez (que por alguna razón se sube varios puntos) y me devuelve la capacidad de cambiar de canal, así como todas las otras funciones.



Si sólo hiciera esto, ya me habría cansado de mi televisor. Pero mi televisor es un artista, y, por ejemplo, hizo también una vez que apareciera un cartel que me amenazaba con cambiar el canal al final de una cuenta regresiva que volvía a empezar cuando llegaba a cero.


Otra vez, cuando me atrevía a poner el volumen en 11, me lanzaba una sarta de jeroglíficos y caracteres, luego de lo cual se apagaba y prendía solo, hasta que subía el volumen de nuevo y el ritual se repetía.



También me ha pasado varias veces que al prenderla, la imagen está en blanco y negro, y aparecen caracteres al azar en el display y el menú.


Ayer se subió el volumen casi al tope (¿alguien sabe por qué existe la posibilidad de subirlo más del triple de lo máximo que tolera el oído humano?) y el control remoto quedó inutilizado. Para colmo, el botón del televisor que baja el volumen, lo sube, y obviamente el que lo sube también lo sube. Al final, el control no funcionaba por las pilas, pero para probar esto tuve que desenroscar el cable del... cable para no tener señal y que no me aturdiera el ruido (ni a mis vecinos).
Por ahí más de uno ya hubiera tirado el trasto a la basura, y no estaría injustificado. Pero yo prefiero conservarlo hasta que no dé más. En parte porque no lo uso tanto como para justificar uno nuevo, y en parte porque si funcionara bien sería aburrido; a lo que funciona bien no le prestamos atención, no le damos mayor importancia. Claro que si todo funcionara así de mal me volvería loco, pero esto es una sana dosis diaria de comportamiento azaroso y errático. Es caótico e impredecible: es un desafío. Siempre tira algo nuevo justo cuando creés que no puede hacer nada más o que ya sabés cómo manejar todas las situaciones. Porque a veces hasta crea combinaciones de efectos ya utilizados. Pone mi ingenio a prueba para encontrar nuevas soluciones y me recuerda que la vida es desordenada, incontrolable, y sin embargo, manejable si en vez de evadir los problemas, los enfrentás (esto es más fácil decirlo que hacerlo, pero eso es otra historia).
Por todo esto me encanta mi televisor, y espero que siga así siempre.

lunes, 9 de marzo de 2015

La vertiente

"La naturaleza imita al arte". Esa frase siempre me llamó la atención y me pareció un poco ridícula (como cuando alguien dice, sin justificarlo demasiado, que todo es arte), como si fuera una respuesta caprichosa a la noción inversa, que es la clásica. Pero hace poco resurgió la idea en mi mente, como de la nada (aunque fue de esas nadas profundas, en realidad). Y fue a raíz de esto: fuimos a San Luis hace poco con mi novia. Estábamos en un camping muy lindo en El volcán y hubo una noche en la que llovió muchísimo. Esa tormenta, sumada a otras que había habido en la semana, originó una pequeña tira de agua que atravesaba el camping hasta desembocar en una depresión del terreno. El flujo de agua era poco, pero constante, por lo que el dueño supuso que debía haber una vertiente en las sierras que rodeaban el lugar. Nosotros, que estábamos algo aburridos y que queríamos hacer alguna excursión, le propusimos ir a investigar. Como a él le interesaba aprovechar ese agua en un futuro, hasta le hacíamos un favor si encontrábamos la vertiente, por lo que nos dijo que fuéramos tranquilos. Así que nos mandamos a campo traviesa a pasear y averiguar el origen de tanta agua, como en una misión especial. En realidad no sucedió nada extraordinario, pero visto con ojos de niño o de narrador de mitos, el paseo se vuelve algo que podría haber escrito yo en alguno de mis cuentos:

Pasamos con cuidado el alambrado sobre las piedras apiladas que separaban el camping de la parte más agreste de la sierra (el límite entre lo familiar y lo desconocido). Desde ahí fuimos de a poco, tratando de seguir el curso de agua, que en partes formaba charcos que tratábamos de evitar para no mojarnos los pies. La vegetación era tupida pero no al punto de impedir demasiado el paso; lo más molesto, que nos hacía tener que hacer rodeos, era la rosa mosqueta, con sus espinosas y enmarañadas ramas. Nos fuimos abriendo paso sin mucho problema lo más recto posible hasta que se nos ocurrió subir por una de las dos laderas que teníamos a los lados del sendero que seguía el agua (que era como un corredor que se metía en medio de las sierras). Si bien el ascenso se dificultó un poco, subimos sin ninguna complicación, a excepción del sol, que ya estaba cayendo, y un alambrado altísimo y moderno. Dimos la vuelta y volvimos al camino de agua, sin muchas esperanzas ya de encontrar la vertiente, pues se hacía tarde y era imposible saber si estaba a pocos metros o a varios kilómetros sierra adentro. Sin embargo, decidimos seguir un poco más. Cruzamos otro alambrado (parecido al que bordeaba al camping) y nos encontramos con un muro de ramas espinosas, secas pero aun así infranqueables. Detrás de él, el agua corría hacia nosotros todavía, así que buscamos la forma de rodear el obstáculo y seguir por lo menos unos pasos más. Al hacer esto, de pronto escuchamos un aletear detrás nuestro, muy cerca, y yo pude ver con el rabillo del ojo la figura de un ave del tamaño de un chimango. Me di vuelta y le pregunté a mi novia (que iba detrás mío) si pudo llegar a ver al animal, pero me dijo que no. Cuando volví mi cabeza hacia adelante otra vez, como por arte de magia apareció a mi derecha, en una especie de hueco entre la maleza, un búho,* parado en una rama, mirándome con su cabeza girada 90° a su izquierda. Me quedé absorto por un segundo a causa de sus grandes ojos anaranjados que me vigilaban alertas. Sin dejar de mirarlo y tratando de no asustarlo, le dije a mi novia que se acercara despacio. Pero el búho no le dio tiempo y levantó vuelo para perderse detrás de las sierras. Inspeccionando el lugar que el ave había dejado, encontramos un pequeño pero robusto nido hecho con espinos que seguramente fuera de la pareja. Me quedé maravillado y satisfecho por el día; si no encontrábamos la vertiente, la salida habría sido lindísima de todas maneras. Y sin embargo, apenas unos pasos más adelante, allí estaba: al pie de un árbol mohoso se hallaba un pequeño charco cuya agua no parecía provenir de más arriba. Nos aseguramos de que el curso de agua uniera el camping con aquel lugar y que la tierra estuviera seca detrás de ese punto y concluimos que la vertiente (la primera, al menos) no podía ser otra que esa. Finalmente, habiendo cumplido la misión y ya algo cansados, decidimos volver.

Los hechos no son nada del otro mundo, vistos normalmente. Lo que me sorprende de todo esto es que los símbolos que rodearon la escena bien podrían haber sido los que habría elegido para alguno de mis cuentos: la búsqueda del origen, lo primigenio; la diferencia tajante entre territorio conocido y desconocido; el camino escabroso y el muro de espinas; el búho guardián de la fuente de sabiduría. Y yo siempre pienso que las cosas que escribo son muy burdas, que los símbolos que elijo son muy obvios, trillados y superficiales. Pero esta vez la Naturaleza fue la que eligió. Y eso no deja de maravillarme. Tal vez el arte también se trate de imitar a la naturaleza imitando al arte.









*Tucúquere (Bubo magellanicus), tal vez.